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Relato ganador del Concurso "Sangre en los Habaneros"

LA ÚLTIMA NOCHE QUE PASÉ CONTIGO.-JUAN PONS ANTÚNEZ

- Creo que esa bruja lo sabe todo —afirmó el militar dando una chupada larga al cigarro—. Esta mañana la pillé husmeando entre mis cosas cuando hacía la habitación. ¡Se me revuelven las tripas sólo de imaginarla leyendo nuestra correspondencia!

- Tranquilo —dijo alargando serenamente la palabra—. Eres viudo, Rafael, tu posición es desahogada y ella, al fin y al cabo, no es más que una vieja chismosa…

-¡No seas paternalista conmigo! ¡Me saca de quicio! Esa cotorra nos va a chantajear a cambio de su silencio. ¡A los dos! ¡Y si no —dijo aplastando el cigarro contra el suelo—, al tiempo!

- Quizá exageres, querido...

- Imagina que encuentra a mis hijas y les habla abiertamente de ti… —temió arrebatadamente, desesperado— Antes… ¡me quito de en medio!

Rafael desvió su mirada a otras parejas que se entregaban al baile y al enredo dentro de aquel local sin nombre. Parecían felices. El humo del tabaco le entornaba los ojos, vidriosos, turbados. Sonaba un foxtrot.

- No soporto esta música moderna —se lamentó, hastiado—; no soporto reunirme contigo en estos antros de mala muerte... ¡No soporto la mezquindad de toda esta gente! ¡Ni siquiera este vino se puede tragar! —maldecía situando el vaso sobre el aro color burdeos que manchaba la mesa.

- Eres un cascarrabias, capitán, igualito que el primer día que subiste al tranvía —apuntó riendo, quitando importancia, dejando una pausa larga donde arrellanar sus palabras—. ¡Vámonos Rafael, vámonos de aquí! —soñó de repente.

- ¿Adónde? —preguntó el militar con cejas de interrogante, descreído sin embargo.

- A Madrid, a París, a Nueva York… ¡Cojamos un barco que nos lleve lejos, atravesemos el mar, vivamos lo que nos queda en América! —fantaseó apretando su mano.

La música siguió tronando un buen rato en mitad del silencio angustiado de la pareja. Rafael miró a sus ojos y, visiblemente estremecido, susurró: —Es que no sabes lo desesperadamente que te amo.

Al día siguiente el militar se levantó de buena mañana, como era su costumbre. Tras realizar algunos ejercicios recomendados por el doctor, pasó a asearse. Deslizaba con parsimonia la brocha por su cara cuando Dolores, la sirvienta, abrió la puerta lánguidamente. Rafael se dio la vuelta de inmediato y la vio allí, parada, sujeta al marco con su mano de comadreja, empuñando el plumero con la otra.

- Te has quedado pálido de repente, soldadito— silbó agudamente Dolores.

- ¡No le consiento…! —acertó a balbucear Rafael con el carrillo embadurnado de jabón blanco.

- ¡Qué aires te das ahora, soldadito…! ¡Con lo acaramelados que estabais anoche los dos!

- ¡Señora…!

En ésas, Antonio Hernández, revisor del tranvía, subía calladamente la escalera escuchando el parloteo de la habitación número ocho. Quería volver a encontrarse con Rafael antes de empezar su turno de trabajo; no podía esperar a que llegase la noche. De repente, se escuchó una detonación.

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